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15 octubre, 2024

Mundos íntimos. El insomnio desesperante de mi hija me llevó al laberinto del pasado nazi que escondía mi abuelo

Mi hija nació en un contexto deprimente. A la melancolía que abraza el otoño se le había sumado un parto prematuro: rompí bolsa por la madrugada y tuvimos que correr para la clínica. Eran las seis de la mañana, todavía estaba oscuro y la niebla no nos dejaba ver lo que venía por delante.

La ecografía previa a la cesárea revelaba dos malas noticias: mi beba estaba sentada y su peso apenas rondaba el kilo cuatrocientos. Recuerdo que sentí la contradicción carcomerme por dentro: los médicos decían que era muy temprano para que saliera, pero al mismo tiempo, el líquido amniótico que le garantizaba la vida se estaba acabando. El dilema llegó a su fin cuando me avisaron que el quirófano estaba listo.

Alina llegó exactamente un mes antes de lo establecido y pesó el doble que lo esperado. A partir de ahí me convencí de que nunca nada es exacto y determinante. La mística siempre está por encima de la biología.

Pero luego de padecer cada dificultad que le sigue a un nacimiento tan inabordable, vino lo peor.

El abuelo de Giselle Krüger.

Después de que no llorara al nacer y se la llevaran a los quince segundos de habérmela acercado. De levantarme anestesiada e ir a contemplarla inmóvil a su cajita de cristal sin siquiera poder tocarla. Después de mis esfuerzos inhumanos por darle teta y luchar para que no la internaran cuando no subía de peso, llegó la guerra más difícil: mi bebé no dormía.

Y cuando digo que no dormía no miento ni exagero. Nunca cerraba los ojos más de dos horas. Su sueño funcionaba a cronómetro. No es que lloraba. Se despertaba alerta. Me transmitía los nervios como si fuera electricidad. Acercarse a mí era lo mismo que tocar un artefacto explosivo.

A las pocas semanas de su llegada, mi matrimonio había estallado por el aire. Mi marido desaparecía para no discutir conmigo, pero terminábamos discutiendo porque se borraba. Y aunque cada noche nos acostábamos los tres juntos, él estaba muy alejado de nosotras, parecía una hoja de libro arrancada y apenas apoyada, mientras mi hija y yo, habíamos constituido un binomio inseparable: ella no dormía y yo tampoco.

Indicios. Giselle Krüger consiguió este cuaderno de su tatarabuela con un raro mensaje: le perdonaba “todo” a su hijo que había muerto.

El primer tiempo fue quizás más llevadero. El éxtasis que Alina desprendía fue la droga que me mantuvo despierta. Pero claro, cumplidos sus nueve meses, el desvelo sostenido ya era cuestión de vida o muerte. Para acabar con el hechizo practicamos hasta las fórmulas más insólitas. Nada funcionaba.

En un último intento de salvar la familia, se la llevamos a un sanador en la provincia de Córdoba. El hombre era una leyenda. Según los relatos, tras una imposición de manos, Raúl había curado hasta los casos más irreversibles.

Los médicos tenían sus explicaciones: son los gases, los dientes, o la angustia de separación. En cualquier caso, me decían que “siguiera esperando”, que “a dormir también se aprende”.

Pero Alina no aprendía y el colapso era inminente. El apremio por su descanso me había llevado al descuido total: mi amado pelo lacio se había vuelto una maraña a la que quería destruir, fantaseaba con pelarme. Como si en ese acto de cortarme el cabello pudiera también arrancarme la vida de la cabeza.

Al ver que la sanación tampoco había funcionado, contacté a Alicia, la esposa de Raúl. Me aconsejó probar una sesión de constelaciones familiares, ya que quizás el problema “lo tenía yo”.

Me comuniqué con Andrea, la consteladora. Luego de contarle el motivo de mi llamada me citó en su consultorio. Fui con la desesperación que ameritaba ese encuentro. Luego de una breve entrevista, disparó un misil hacia donde no tenía ningún tipo de protección. Dijo: “Giselle, pensá antes de responderme… vos, cuando eras chica, ¿dormías bien?”. Y su pregunta hizo funcionar mi cabeza como una langosta arrojada al agua hirviendo.

Reflexioné de inmediato que no. Que yo no dormía porque vivía aterrada. Tenía miedo que el abuelo nos asesinara.

Quise ocultar mi secreto y escapar, pero Andrea supo que había dado en la tecla. Antes de que mi cuerpo atravesara la puerta dijo: “Por eso no duerme tu hija, Giselle, porque vos no resolviste la cuestión que te desvelaba”. Le puse el dinero sobre la mesa y la saludé avergonzada.

Caminé con la culpa agarrotándome la espalda. Tropecé con el rostro de mi abuelo en cada hombre y a ninguno me atreví a mirar a los ojos. En todos estos años no fui capaz de preguntarme por qué le temía tanto. Y es que había una razón mayor que englobaba mi duda: nunca supe en realidad quién era. Mi sangre, el dueño de mi apellido, el único pariente con el que convivimos doce años. Toda mi infancia marcada a fuego por ese ser maligno que nos reprimía sin rebenque: una sola mirada del abuelo bastaba para que se te helara la sangre.

Pero existió un episodio crucial que demostró que el terror que infundaba no se reducía solamente a su aspecto, ni tampoco era una fantasía de niños. Un hecho que desterró definitivamente toda posibilidad de una sana convivencia.

Una puteada del abuelo en el medio de la noche detuvo para siempre el sonido de la cuchara que chocaba contra la taza. Mi madre se estaba preparando un té y yo corrí a la cocina a espiarlos.

Mamá no respondió a su grito, ni siquiera lo miró. Ese desaire causó que el abuelo, con la voz firme, exigiera explicaciones por un repasador manchado de chocolate. Ella seguía su plan de ignorarlo, mientras él insistía con un concierto de quejidos.

Mi madre ya no revolvía su té, tampoco se movía. Estaba quieta como una princesa encantada. Quizás creyó que si dejaba pasar un rato, el abuelo abandonaría la pelea. Pero se equivocaba. Esos minutos vacíos fueron la trampa que escondía lo inevitable. El aire ya se había contaminado: la figura del abuelo desprendía olor a vino, su cara estaba morada y a punto de reventar de odio. El ambiente olía como deben oler las tragedias.

El abuelo juntó coraje y manoteó un cuchillo del cajón de los cubiertos. Yo quedé petrificada, como si la cerámica me hubiera congelado las piernas. Tenía diez años y nunca me había sentido tan sola. Mis hermanos dormían, papá no había llegado y mamá no podía verme: estaba de espaldas a mí.

Las pantuflas del abuelo patinaban erráticas sobre el piso en dirección a mi madre, hasta que un impulso, una reacción que venía del más allá me arrastró a correr y abrazarla por detrás. Sólo quería estar en sus brazos y si algo pasaba, morirme junto a ella. Mi abrazo logró que mi madre recuperara el control de su cuerpo y lo enfrentara: le gritó que nos dejara en paz, que por qué no se moría. El abuelo estaba impresionado, pero no soltaba el cuchillo.

Un sonido de llaves irrumpió la escena: había llegado nuestro héroe. Papá agarró del cuello a mi abuelo, le quitó el cuchillo y le dijo “No te atrevas a tocarle un pelo a mi familia”.

El abuelo pataleó en el aire y se fue a encerrar en su pieza, de pasada le dio un cachetazo a la taza de té y los vidrios rebotaron en el piso como perlas de un collar arrancado de un tirón.

Mamá lloraba. Papá se agarraba la cabeza: no teníamos a dónde ir. Efectivamente, esperar que abuelo se muriera era lo único que podíamos hacer.

Hasta el día que falleció, permaneció hermético en su modo de plantarse ante la vida. Una noche dijo sentirse mal y desde su pieza llamó a mi papá en un tono que nunca antes había usado. Insistía con que una mujer lo miraba desde el placard. Tenía fiebre y deliraba.

Años después, mi padre nos confesaría que su madre (nuestra abuela) había decidido quitarse la vida al ingerir una botella de alcohol etílico en la misma pieza que languidecía el abuelo (pero dieciocho años antes). El único testigo de su trágico suicidio había sido el insensible de mi abuelo. Las dudas que rodearon la muerte de ella fueron un tema que no se volvió a tocar.

Una trombosis se llevó para siempre la vida del abuelo a las pocas horas de que lo trasladaran en ambulancia hasta el hospital. Su entierro fue un trámite en el que tuvimos que dejarlo ir sin poder llorarlo. Pese a mis dieciocho años, aceptar su muerte me generó desconcierto antes que alivio: era más fácil mantener la distancia cuando estaba vivo.

Alina ya deambulaba, pero aún no dormía y yo había logrado construirle un pasado a mi abuelo siguiendo sus rastros entre mis recuerdos. La devoción desmesurada al silencio. Su rutina de vino tinto y horarios a rajatabla. Dirigirnos la palabra solamente para maltratarnos.

Pero si había algo que excedía su forma de ser eran los elementos que trazaban su esencia: la bandera de Alemania sobre la mesa de luz, sus libros nazis y el águila imperial clavada sobre su cama como un crucifijo.

Con ayuda de mi padre, su único hijo, conseguí el registro del barco en el que llegaron mis tatarabuelos alemanes y algunas postales perdidas. El abuelo casi no conservaba fotos, ni a la vista, ni a escondidas, como si siempre hubiera funcionado en las sombras. Tampoco se miraba al espejo: parecía incapaz de hacerse cargo de sí mismo y de lo que su imagen generaba.

Aproveché cada horita de sueño de Alina para juntar documentos y fotos. Mi trabajo de periodista me había brindado una lista invaluable de contactos que me ayudaron a cortar el camino. Mi marido, periodista también, se comprometió con mi historia. El insomnio de nuestra hija nos había vuelto a unir de la misma manera que antes nos había separado.

Marcelo García, un colega que colaboró con mi investigación, me presentó una fuente infalible: Pedro Filipuzzi, un destacado investigador de nazis que luego de ver la foto y escuchar el nombre del abuelo, expresó que creía haberlo conocido. Sin que alcanzara a preguntarle nada, dijo que la persona que el conoció, había trabajado en la mesa de dinero del Banco Germánico de Américas del Sud, un famoso banco usado por empresas como IG Farben (proveedora del gas utilizado en el exterminio) para triangular dinero expoliado a los judíos cuyo expediente está en curso. El cerebro de ese hallazgo fue este señor. Pedro aclaró: “Tuvo que haberse jubilado para marzo o abril del año 1985”. ANSES confirma ese dato: mi abuelo se jubiló el 26/03/1985 bajo la categoría 703 (comisionistas, corredores y cobradores).

“Era corredor de bolsa, sí, y admiraba a Hitler” dijo mi padre, y contó que una vez, al toparse con un judío que estornudó frente a él, el abuelo al regresar tiró la ropa a la basura. “Y no quiso afiliarse a un centro médico cuando vio la cartilla, se fue enfurecido, argumentando que era una sinagoga.”. Luego agregó: “Tu abuelo odiaba a los judíos y extranjeros, pero nunca supe de dónde venía tal repulsión”.

En My heritage descubrí un árbol genealógico. En Facebook, hallé al creador y biógrafo de la familia: Carlos Krüger. Eran parientes lejanos. Tras demostrarle que nos unía la misma sangre, reveló que atesoraba un manuscrito de mi tatarabuela. Era un pequeño diario íntimo con proverbios alemanes donde ella escribía acontecimientos familiares, por ejemplo, el nacimiento de mi abuelo.

Conectándome con ese linaje tan fuerte que me llevó hasta allí, encontré un dato alarmante. El día que murió mi bisabuelo, una anotación reza: “Pobre mi hijo, descansá en paz. Tu mamá te perdona todo.” El dolor de una madre me interpelaba a través de varias generaciones. Y es que no somos de una sola pieza: la familia del abuelo tenía a su vez, sus propios misterios. La publicación de mi tatarabuela dejaba una huella de algo que jamás se iba a saber. Nada borra los rastros mejor que los años.

Por eso, escribo este descubrimiento con devoción a los datos concretos. Atesoro cada documento para mi hija, como un modo de asegurarle lo que a mí me faltó. Finalmente, ilustrar al abuelo con todas sus sombras hizo que Alina durmiera como los dioses.

¿Me quedaré para siempre con las ganas de saber si fue realmente un asesino? Quizás, Paul Groussac tenga razón: la sospecha es siempre más atroz que la verdad.

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Giselle Krüger. Periodista y productora ejecutiva. Lleva 11 años en redacciones de noticieros persiguiendo el dato. Las crónicas policiales son su pasión. Siempre destaca que las noticias ocultan un mundo que pocas veces llega a ser contado. Cree que detrás de cada buena historia se esconde una miniserie. Escribe con intención de dejar huellas. Acaba de terminar “Malasangre”, novela que relata su maternidad en carne viva y la investigación sobre el pasado nazi de su abuelo. Desea que su obra pronto sea publicada. Su mayor logro es su hija Alina, que mañana cumple cuatro años y sigue durmiendo doce horas por día. Instagram: giselle_con_doble_l

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